SUITE GUADALUPE: UNA COMPOSICIÓN (DE LUGAR)
por José Kozer
Guardo la ya inveterada costumbre de compartir con Guadalupe buena parte de los poemas que escribo, a medida que los escribo: nuestra cotidiana conversación, hecha también de silencios, viene desde hace treinta años conformada por este intercambio. Por lo general, le digo: te dejé tarea sobre la mesa de la sala.
Más tarde, sentado yo sobre nuestra cama camera, donde paso horas leyendo, escribiendo y oyendo música, aparece Guadalupe, poema en mano, se sienta en la butaca junto al tálamo, tiemblo de la coronilla a los dedos del pie, azogado aguardo el veredicto. Y ella, que no me miente, dictamina: al tacho de la basura, o regular, o está muy bien, o madre mía de dónde los sacas, o qué maravilla: pasado el susto obedezco, rompo el poema (casi nunca) o lo encarpeto. A veces, y en verdad con cierta frecuencia, nos enzarzamos en una conversación sobre el poema que nos resulta emocionante: por algún motivo que no entiendo ni quiero entender, en un punto de esa conversación, me vuelvo lúcido, me desmando a hablar, ramifico, sutilizo, me pierdo en auras y abras, y de pronto veo que ha pasado el tiempo y ahí está Guadalupe escuchando, sonrisa beatífica: de pie, me inclino, beso su frente, recibo su paz.
Escribo poemas, uno tras otro, sin proponérmelo demasiado y sin necesitar hacer libro o configurar poemas en serie: los poemas se suscitan sucediéndose un tanto a mansalva, sin aparente ton ni son, a su aire y como vienen: ellos mandan, yo acato, aunque sin dejar de mandar. Así, hoy puedo escribir un Divertimento, mañana un Ánima, pasado un Naïf y luego un poema oriental seguido por un poema “cubano” y otro “judío”. Y sobre todo el rebobinado y entretejer de todo lo anterior en un mismo poema. En alguna que otra ocasión me disparo un grupo de poemas que son parte de una serie, justo lo que me ocurrió con esta Suite Guadalupe. Su idea surgió in toto, se me impuso como homenaje y como Libro de Horas, la visión del día en cuanto presencia carnal, espiritual, de la persona con quien comparto hace lustros mi vida.
Recuerdo haber escrito estos poemas, uno tras otro, en el orden en que ahora se publican, sin mediar interrupción poética: iban saliendo de su misterio, de su Nada, y entraban coleando y vivos en el oscuro espacio de la página (manuscrita) de uno de mis varios cuadernos de escritura que en un momento dado tengo a mano. Al hacerlos, sentía: sentía la enormidad de haber vivido, la irrealidad de un día tener (ambos) que morir, de tajo y cuajo tener que separarnos, y sentía la necesidad de no aferrarme: y como desde hace años carezco de melodramatismo, si me emocionaba más de lo debido, o incluso se me aguaban los ojos, me tomaba aquello como una bendición, y parte de la dicha de contar con palabras para cantar a la Amada.
En siete días escribí esta Suite: por primera vez en años no dije una palabra de lo que iba escribiendo, ni por supuesto le mostré a Guadalupe los poemas. Al final del proceso, luego de revisarlos, rehacer lo que consideraba había que rehacer, y de haber mecanografiado todo el material en la computadora (mi zona de olvido) imprimí los textos y le dije: te dejé tarea sobre la mesa de la sala.
Unas horas más tarde entró Guada al dormitorio, se me acercó, me dio un beso largo y con los ojos aguados, en verdad aguados, me dijo: qué maravilla; gracias. Y nos sentamos, tranquilos (yo, tranquilizado) a hablar de los poemas, transformados en dos buenos amigos que luego de los tejemanejes del lenguaje y del amor, saben dar y recibir sin ulterioridad.
ALIANZA DE CORAZONES
por Reynaldo Jiménez
Respira la metamorfosis. La mutación (la de materia-sentido) dáse en los rostros de la amada. ¿Quién es Ella? ¿No la posibilidad misma de ser atravesada y dadora del relámpago de la presencia? No se separa la presencia, por cambiante que sea, del expuesto fraseo que la evoca. El poema no se escinde del afecto, es afectado: al nombrarla, Ella, la reconocida y la incógnita, habita multánimes retratos. Pues el amor de nombrar sobrepasa el soporte de las nominaciones. Desenajenado estar, ahora-y-aquí, cuyo desborde —sintácticamente, incluso— de los diques del sentido, descomprime de preceptos. Ya que no abriga, esta suite de músico instrumento, unívoco registro sentimental, la pátina doméstica se realza en tanto ámbito para otras transparencias. La insistencia-metamorfosis revela la oscilación de los seres por el lenguaje. El contacto no deja de ser concéntrico; la gracia es la presencia del ser amado; el poema, cornucópico en José Kozer, simplemente celebra y de esta suerte transverbera un presente continuo. Pero ¿quién es Ella —la que infinitos rostros no definen? Cierto, una reminiscencia agita sus luciérnagas ínfimas, como por detrás de claridades más evidentes. La conciencia traspone lo impermanente que la nutre, y desde ahí consigna, inscribe. Reaparición entonces de esa escultura etrusca, que fuera un túmulo, en la que una pareja abrazada, recostada, sonríe para siempre y ante cualquier mirada. Se diría que los ojos de esas esculturas están absortos en la plenitud del encuentro, que no se volverá a repetir (que por gracia de los avatares de la imagen devendrá incesante) y que por eso ha merecido la rara justicia de una cierta perpetuación en la piedra. Pero así como es irrepetible el encuentro, el poema, en su flexibilidad verbal, no deja de moverse a la luz de la alteridad que se propone apenas y siempre en tanto presencia continua. Así, la presencia constituye un hecho pero tanto como una provocación de la voluntad, atravesada, quemada hasta la médula de sentido por el relámpago de la intimidad, reciprocidad conciente. Por cosas como ésa la conciencia tórnase cantante. Mantrar el amado nombre de la amada aviva la fogata de una invocación viril a la concavidad, al acuático hueco del origen. Lo cual presupone ritos de pasaje, es decir una cierta violencia ritual que guarezca de esa otra violencia socializada, pero altamente destructiva, de la distracción y el miedo. El poema surge para no cerrarse en el lenguaje: adormilarme donde transige la madre, entrar donde te vaciaron. Aparición irisada, la voz escrita es manantial: la escritura por transparencias de José K se demora en la constitutiva metamorfosis, suelta de toda univocidad. Cualquier marca de origen no la retiene en un dominio o un huerto cerrado y continúa, sin embargo, al ras volátil del simultáneo reino que alumbra la intimidad, aunque sin afirmar en lo ya visto o encontrado un solo juicio que no sea el de la lúcida vida. Celebrando el contraste es que el poema kozeriano ofrece albergue a la instancia curativa. Se trata, quizá, de una consustanciación entre la voz y la palabra escrita a la altura concéntrica del corazón. La amada, además de ser bellísima persona, Guadalupe, por efecto y donación de la lectura, también puede ser la propia voz (siempre femenina) del lector si presta el cuidado de la escucha a estos fraseos irradiantes. La índole es del preguntar compartido, que lo es en pos de una otra calidad para el destino común, sonrisa íntima pero expansiva de los amantes: en qué rostro universal cristaliza la risa. El aglutinante sintáctico se hace atmósfera habitada de intimidades que, entre paréntesis, no es algo ya dado sino una in-con-fluencia en la reciprocidad. Es, también, en cuanto toca al lector, al amateur que la poesía exige para la interlocución con lo que no queda atrapado en las redecillas del lenguaje, sino precisamente lo que el lenguaje “trae” a la mente y “deja pasar…” El lector del poema, por su parte, poniéndose en riesgo (de desmentida) con los derechos furtivos de un no-especialista, puede explorar los matices en que el enigma de la presencia se manifiesta. Y allí —preciso allí—, la atmósfera apartada de los climas de “el mundo” (ese apriori autoritario que algunos prefieren ver como sine qua non legitimador de lo poético) que no alcanza a imponerse a la frágil fortaleza del consumado romance. Es por esto que el mundo llega asordinado, vestigio —comparado con la corpórea relación—, con la certeza de que el amor es presente. Está claro que el amor no sería sin un cierto disolverse de sí en la relación, de manera que la presencia se alumbra con la intención de amar tanto como con el agradecimiento por ser amado. No negación, entonces, de lo que ocurre “fuera”, sino ampliación de lo que (ya) es en sí pero fuera de sí, en el frenesí pacífico del contacto. La intimidad sólo es posible a partir del matiz, de la aceptación del diálogo como una suma mutante de matices, incapaces o mejor dicho liberados de la exigencia de una última palabra. La implosión no aparta de las contradicciones del mundo, sino que amplía el horizonte de ese mundo hasta ahí predeterminado por la sola acumulación de los hechos narrables pero (aún) externos. El acontecimiento del encuentro amoroso incluye a su vez una interiorización, que traslada lo que afecta al lenguaje —y casi diría: es la precisión del matiz lo que impregna de presente continuo al kozeriano poema (efecto materializador de lo celebratorio). No queda opción de instalarse en un estilo, en una frecuencia tonal, en una línea de conducta poética, porque todo influjo se entrelaza en el despliegue de esta action writing: este poeta nacido en Cuba disuelve cualquier ilusión de identidad en la múltiple ubicuidad celebratoria de la porosa lengua, puesta en relación de transparencia con el ánima y con la amada humana (como cantara un Caetano: yo no tengo patria mi lengua es mi patria / y tengo matria y quiero fratria). ¿Quién es Ella: amada, lengua, palabra? El repentismo desautomatizador de José K se deja llevar por la fuerza del ánima en la encarnación —no por nada la lengua es hembra, todavía— que se abre, florambigua, al poema en su devoción al más acá.
buenos aires. agosto 2003
SUITE GUADALUPE DE JOSE KOZER
Armando Roa Vial
José Kozer es uno de nuestros primeros poetas hispanoamericanos contemporáneos. La publicación de la Suite Guadalupe, a cargo de Ediciones Intemperie, una editorial chilena, es un gesto que no podemos sino celebrar. Acostumbrados a una cierta autorreferencialidad poética, lo que en ocasiones puede ser un síntoma de fatiga intelectual, considero un saludable ejercicio de curiosidad el abrirse a otras tradiciones tanto dentro de nuestro continente y nuestro idioma como fuera de éste.
Sé que José considera superfluos los datos biográficos. Digamos, sí, que nace en Cuba en 1940 y que emigra a Estados Unidos en 1960. Desde entonces desarrolla una labor muy interesante no sólo como poeta, sino además como profesor universitario en Queen’s College, como antologador, ensayista y traductor. A diferencia de muchos de sus compañeros de generación, Kozer es un poeta premunido no sólo de una enorme cultura literaria, sino también filosófica, histórica, lingüística y teológica. Ya en la Suite Guadalupe advertimos dos características de la poética de Kozer: cada texto no es un simple agregado de poemas sino una totalidad orgánica, una totalidad siempre provisional que dialoga en un fino contrapunto con otros textos anteriores, motivos y contramotivos que surgen, juegan, se esconden para reaparecer en contextos diferentes, desestabilizando o reforzando significados. Cada poema es parte de una superficie concebida como los abalorios de un caleidoscopio susceptible de infinidad de figuras. Con cada lectura esa superficie varía, originando una aproximación distinta. Es un diagrama de flujo, una circunsferencia cuya esfera está en todas partes pero cuyo centro, por ser siempre dinámico, no está en ninguna. Ajeno a los encorsetamientos y modas de tantos de sus contemporáneos, Kozer hace suyas una multiplicidad de lecturas desde las que articula una voz singularísima; pienso, en una simple enumeración inicial, en la filosofía panteísta de Spinoza; en la mística de Böhme y Swedemborg –con la que dialoga desde “Farándula”–; en la cábala judía y en la ética Confuciana; en las series matemáticas de Wilkins o en la poesía de Ezra Pound y Zukofsky. La Suite a Guadalupe permite a José reintroducir de manera explícita elementos de una de sus grandes pasiones: la música. Cada sección está concebida como un movimiento con motivos, frases e incisos; las acentuaciones (o agógicas, según la nomenclatura musical) están urdidas, más que a cómputos silábicos, como es tradicional en nuestra poesía en lengua española, en base a pies métricos. Kozer intercala juegos de acentos débiles y fuertes con acentos fuertes y débiles, permitiendo así una fluidez muy particular a los poemas, cercana al ritmo cortado, y que da unidad a la modulación más allá de los diferentes tonos que matizan los poemas: desde lo sentencioso a lo coloquial, pasando por la ternura, la ironía, el humor o la nostalgia. La ritmicidad se refuerza por la introducción de oraciones subordinadas que refuerzan el fraseo largo. Los movimientos de esta suite imitan el curso del día desde antes del alba, con la Invocación, hasta después de la medianoche, con el Exeunt, incluyendo un momento de reposo, la Siesta.
La Suite a Guadalupe, como todo buen libro, admite multiplicidad de lecturas. Yo me detendré en una, tributaria de las múltiples referencias intertextuales que introduce José. Me refiero a un acercamiento a partir de la filosofía Chuang-Tzú, una de las figuras omnipresentes en estas páginas: el ser amado no como causa eficiente sino ejemplar, esto es, como un núcleo fijo hacia el que todo tiende. Es, aunque suene a paradoja, una quietud activa, como la del río que fluye pero mantiene la identidad consigo mismo. Aquí la amada, encarnada en Guadalupe, la gran dadora de vida, se transforma en la integridad misma del amor que sin salir de sí mismo prodiga sus perfecciones entre quienes gravitan a su alrededor. Guadalupe es “el cerco concéntrico de la esfera”: las doce en punto donde el poeta y su amada enmudecen. Presencia sin presente: la eternidad que deambula entre el ya no y el todavía no, cifra y resumen. Pero el amor también reclama la palabra.
Kozer, decía, elige la música, para consagrar ese presente perpetuo del amor de Guadalupe: un presente donde parece ser ella quien desteje el poema: porque Guada es la palabra hecha carne, la domesticidad y cotidianeidad de la palabra: origen, apertura en lo otro para el repliegue en uno mismo. El yo y el tú como la diástole y la sístole de un espacio verbal que es el espacio para el encuentro amoroso, para el zarpe y el nado bajo los alisios de Chuang-Tzú, la interlocución expansiva de los amantes que invitan al lector al ágape celebratorio, celebración gozosa y desinteresada. Esta invocación a Guadalupe es una zambullida en la experiencia última del otro, el “unísono que nos permite mantenernos en pie”. José Kozer, en esta suite, une el eros platónico, el amor que toma, que desea poseer y conservar, con la philia aristotélica, el amar aquello de lo que estamos gozando. Lo bonito es que a través de esta fusión, de este homenaje al amor de y por su amada, la Suite Guadalupe abre también en el lector la apetencia a la tercera dimensión del amor, el ágape: el amor al prójimo, sea éste quien sea, ejercicio liberador de nuestra vanidad. Así pues hay un juego de amores, amores como los diferentes ciclos del día, amores que toman y dan, que comparten, que se alegran; amores únicos e irrepetibles bajo la luz de Guadalupe, la Beatriz de José, el santo y seña de este autor, cuya obra, esparciéndose secretamente a lo largo de este continente, permite que “los espacios interestelares crezcan, se agrande el ojo y todo se encuentre a mayor altura”.
La Suite a Guadalupe continúa una obra que refresca y enorgullece la noble tradición del lenguaje español. Kozer es uno de los poetas con mayor riqueza de vocabulario que he conocido, incluyendo neologismos y reformulaciones semánticas. No está demás recordar que José es un espíritu extraterritorial, cubano de nacimiento, residente en Estados Unidos, con ancestros judíos y polacos, y con múltiples patrias espirituales por adopción. No es casual que Kozer sea un espíritu cosmopolita, ajeno a la barbarie de las especializaciones y estancos.
Gracias José por su poesía. Gracias amigo por ese espíritu profundamente íntegro, ejemplo de honradez humana e intelectual.
J. K. Y UNA SUITE DE CUATRO CAMINOS A LA CONSTELACIÓN DEL BOYERO
por Damaris Calderón
José Kozer, a quien he comenzado llamando aquí J.K, es , hoy por hoy, uno de los autores más interesantes, prolíferos y audaces de la poesía contemporánea. Incluido en más de veinte importantes antologías del ámbito hispanoamericano y norteamericano, traducida parte de su obra al francés, portugués, inglés, griego, hebreo, alemán e italiano, es sin embargo, un poeta escasamente difundido en su país natal (Cuba) y prácticamente desconocido en Chile, es por ello que resalto la importancia de las publicaciones realizadas en ambos países respectivamente: poemas publicados por la Revista del Vigía, Matanzas, Cuba, “No buscan reflejarse”, antología poética con selección y prólogo de Jorge Luis Arcos, Editorial Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 2001 y esta publicación de Ediciones Intemperie, así como los poemas aparecidos en la revista Proa, por esfuerzos y cortesía de Armando Roa Vial.
En las itinerancias o accidentes biogeográficos de J.K, puede (y debe) decirse que: nació en La Habana, en 1940, hijo de judíos checos (por parte de madre) y polacos (por parte de padre); en 1960, junto a su familia, abandona la Isla y se radica en Nueva York hasta 1995, de donde parte a Málaga, Andalucía (que ya alternaba desde 1972 con su estancia neoyorquina) y desde 1999 vive en Miami, Hallendale.
ULISES Y NADIE
Catalogado por más de algunos como un autor barroco o neobarroco, su poesía, si bien utiliza procedimientos pertenecientes a estas corrientes, resiste a las clasificaciones y catalogaciones. Tanto es así, que ante el desconcierto que provoca su escritura, algunos críticos han empezado a hablar del “verso kozérico”, de la escritura kozérica, del estilo kozérico, donde le hombre (Kozer) es su propio estilo. Otros, apoyándose en lo que han dado en llamar estructura narrativa de su poesía, han comenzado a hablar de la “prosía” como el género que se viene y del cual José Kozer resultaría un antecedente y un referente ineludible.
Preguntado el autor sobre su filiación barroca o neobarroca, ha respondido con un “no lo sé” encogiéndose de hombros y ha pasado a relatar la “gestación” y “elaboración ilustrativa” de uno de sus poemas, “Comecandela la muerte”. “(El poema)… lo escribí en un cuarto de baño, defecando. Reúne en su espacio un sin fin de materiales: materiales valorados por el lenguaje tradicional y materiales de acarreo, degradados y “chistosos”. Emplea cubanismos (comecandela, ñíngara, castigajebas -cubanismo que acabo de inventar escribiendo el poema-, comegofio; inventa palabras, usa un argentinismo, una cita en idioma alemán, elementos de la realidad judía y yiddish, referencias cubanas (El Barrio Chino, Cuatro caminos, la Habana Vieja), elementos poéticos “nobles” o degradados , como llamar a la Muerte “fulminante bisoja” o ”puta cronométrica”(…) “Si neobarroco es la lucha del lenguaje en toda su extensión e intención por encontrar modos de expresar lo complejo, lo difícil que estimula (como pensara Lezama) entonces el poema que he escrito es, al menos parcialmente, de índole neobarroca”. (1)
Multirreferencial, llena de una profusa multiplicidad de registros lingüísticos, la poesía kozérica está llena de intersecciones, yuxtaposiciones y es de una complejidad y riqueza verbal que lo colocan como un autor creador de una propia lengua, lúdica, abierta a los cuatro vientos, agónica, en un agón, en una lucha perpetua, allí donde el lenguaje es un hábeas-campo-de batalla. Allí donde más de 4000 poemas escritos se erigen y se desploman, se ramifican y bifurcan, cocean, sudorosos caballos kozéricos, conjurando, con la escritura el horror al vacío y a la Muerte.
Es difícil pretender insertar a J. K dentro de una tradición, si por tradición se entiende seguir disciplinadamente los pasos del rebaño o de las otras bestias precedentes. Por ello, tal vez, se ha dicho que la única patria de José kozer es su lengua. Pero esta lengua astillada, rizomática, mestizada, tiene una matriz espacial afectiva de la que se despliega persiguiendo la voluta en espiral. Este espacio es Cuba. No sólo el habla cubana, “el cubaneo”, están presentes en ella, sino la isla, recordada y reconstruida en la distancia, es la madre, matriz, (reinventada, por perdida) de la que parte, deplegándose, la escritura kozérica, que incorpora y subvierte numerosas tradiciones.
Si no bastaran las palabras del escritor cubano Eliseo Diego -“no se nace en un sitio por azar sino para dar testimonio”-, podríamos recurrir entonces al propio Kozer, quien se ha autodefinido como “Ulises y Nadie”, en un intento de anonimato y disolución de identidad, pero conviene no olvidar que a Ulises lo guió, y le demandó todos los esfuerzos del viaje, el retorno a esa tierra áspera, miserable y mítica, Ítaca, la Isla, esplendente sólo en la memoria. En palabras del propio Kozer: “Maravillosa casa de Estrada Palma 515, entre Goicuría y Juan Delgado, Santos Suárez, La Habana, Cuba -el Universo- como diría Joyce”.(2)
SUITE GUADALUPE
Para homenajear a la Amada, su mujer, Guadalupe, J. K, elige una pieza musical instrumental, barroca, la suite, que permita, a través de la serie de melodías y movimientos, los desplazamientos y mutaciones, metamorfosis que habrá de realizarse en el objeto amado: la Suite, precedida de una composición (de lugar) comienza con una invocación donde se dice que “detrás de La morera, en un Libro de Odas que recopiló Confucio, se escondió Guadalupe”. A partir de aquí asistimos a las incesantes transformaciones y mutaciones de la amada y el Amante, donde una única sustancia permanece inmutable: el amor. Guadalupe será descrita entonces con coleta china, “de las doncellas la más bella que canta una oda dirigida a Chuan Tzu”. Al alba, Guadalupe aparece vestida de persa: Ararat, Jardines Colgantes, el desierto de Goby, Roma, se amilanan ante el hambre animal de las especies, ante el hambre animal de los amantes, insatisfecha en el desayuno: “Indoblegable, hambre: la roya y el cornezuelo se sacian, deglute la mosca, se apresta la araña, la mano de la princesa lame el venado, sal para la vaca, terrón de azúcar para el caballo, el mayordomo imperial sirve ferias de putrefacción a los insectos, una cadena de oro, ruedas dentadas asidas al movimiento perpetuo, euforia indoblegable el hambre.”
Y a continuación, con un lenguaje coloquial no exento de ironía, el hablante-hablado-lírico pasa a la descripción del desayuno en lo que se ha dado en percibir como una cotidianidad trascendente: “Este café sabe a achicora, Guadalupe; la mantequilla no se gestó en las ubres (..) y encima me atiborras de pastillas (C, D, multi, baya de palmito, aceite de salmón, extracto de papaya, 850 miligramos de avena, ayer me troqué, va y me tomo una gragea de estrógeno, verás que me salen tetas”. Y es que en la poesía de José Kozer, la jerarquías lingüísticas quedan abolidas, la alta y la baja literatura, el material noble y el “impuro”, el alma y el cuerpo, la parte elevada (de la cabeza para arriba), la impura (de la cabeza para abajo), quedan suprimidas y el poema, espacio omnívoro, fagocitante, va devorando todas las materias. “Guadalupe, la lepisma, comiéndose un libro”.
El poema no se detiene, avanza como las insaciables ruedas dentadas en movimiento perpetuo. Los amantes mutarán en los hebreos del Cantar de los cantares, disfrazados de japoneses y en sucesivas figuras, pero es importante constatar que aquí asistimos a una representación, a una puesta en escena, donde los amantes se “disfrazan”: “sobre esteras de yagua nos sentamos, disfrazados de japoneses, quimono, obi, banda blanca en la frente”. Una representación, una puesta en escena, parodia de la que son conscientes y a cada rato, asoma, por sobre las mutaciones –metamorfosis– la incontenible risa que la representación provoca.
Amado en la amada tranformada (otra de las metamorfosis), encarna éste también el papel de Guadalupe: “y no deja de ser aconsejable que haga yo el papel de Guadalupe… un vestido a cuadros”. Pero si el poema se aleja del pathos, de la emotividad explícita, no escapa, por velada, (también) su esencia trágica. Los amantes, ellos mismos instrumentos músicos:“Guadalupe viola, clarinete yo, un pie los dos en el atril”, forman el amasijo de un sueño. Sueño de Guadalupe soñando a Chuang Tzu (de Chuang Tzu soñando a Guadalupe), “Dos mariposas negras forcejean puestas al filo de la medianoche” y a los pies de la amada, entre la yerba y miríadas de insectos hay una tablilla:“ahí se lee con claridad rayana en lo absoluto, mi nombre póstumo”.
¿Pero de dónde salen estas imágenes, que amplían las fronteras de la realidad gracias a un acto casi de ilusionismo? Como la magdalena en la taza de té evoca en Proust el tiempo perdido, un recuerdo específico, concreto, de Guadalupe (sin disfraz) en un barrio de Santos Suarez, en La Habana, convoca y provoca todo el facsímil de esta historia de disfraces estelares. Guadalupe en Cuatro Caminos, edad: diez años, saya de tafetán, blusa escotada, comió un plato enorme de camarones chinos con chatinos en La estrella de Oro, en Cuba (exeunt). Camarones que aparecerán metarmofoseados en la invocación como camaroncillos de zarcillos ante una Guadalupe de cristal, biselada. Por su parte, en esta composición, está la simultaneidad o fusión de paisajes donde la ceiba (arbol emblemático cubano) devine también en árbol de Bob, en cedro del Himalaya. Y “al alzar la telilla, ver pasar la Isla con el lago azul de zafiro.” Despojados los amantes del disfraz estelar (exeunt) el hablante lírico hace un sobrio recuento de “su salida tras bosquejar por enésima vez la Isla que dejé aun sin bojear”, “bogué por el Mar de azov -nos dice-, crucé el Sahara, subí al monte Tai, de sal petrificado, quedé en esta orilla (exeunt): todo esto sucedió hace mucho tiempo, sólo ahora acontece entre Vega y la constelación del boyero”. La constelación del boyero, fue muy popular en la antigüedad, y aparece desde la época homérica, teniendo como estrella principal a Arturo, la más brillante, junto con la Vega, del hemisferio Norte. El poema entonces nos narra también un viaje, nos traslada de la Vega (el hemisferio norte donde ahora vive el poeta) hasta el remoto Cuatro Caminos de su infancia habanera. Y nos permite recordar que el boyero, era la estrella que guiaba a Odiseo (Ulises, con quien el autor se ha identificado) en sus peregrinares e infortunios por el vasto mar.
El mito órfico, la música y el número de remembranza pitagórica están velados (trenzados en la urdimbre) en la puesta en escena de esta suite compuesta por J. K, “judío de números y letras”. Desde la Invocación, junto al esplendor de la vida en el mimbre repleto de frutos está la indispensable “ciruela para rendir tributo a los muertos”, ciruela que pasa de boca en boca de los amantes. Y si los pitagóricos vieron en el tetrakys el número sagrado por excelencia, quizás no resulte demasiado aventurado recordar que la suite, de manera canónica, se define en 4 danzas, y que “de jade (son) dos los amantes, cuatro, de lapislázuli” y el suelo queda sembrado de “alboradas y tetrasílabos”. En la Siesta, hay una alusión (jocosa) al mito órfico; Guadalupe no puede ser mirada, y el poeta se abstiene de mirarla o “Guadalupe no sale viva de la siesta”.
Si el ritmo y la palabra, el número y la cifra, alcanzan en instantes privilegiados el ensamble, la juntura y la armonía en algo tan difícil (hoy) como “coger el tono”, con esta Suite Guadalupe, José Kozer consolida y prolonga su trabajo que pertenece a lo mejor de la poesía cubana de todos los tiempos, a lo mejor -sin acotaciones- de la poesía.
Notas:
(1) En entrevista a Josely Vianna Baptista, “Letra votiva”, revista Tse-Tse- Nº 9/10, pp. 132-150.
(2) Ibídem.
La intimidad leída
Carlos Labbé J.
La literatura es quizás la única expresión artística donde la intimidad entre las personas puede permanecer indisimulada, en dos de los sentidos de esa palabra: explícita y sin fingimiento. Al leer un libro, las diferentes voces de un escritor me hablan directamente, mientras yo, lector, las percibo sin otra mediación que la lengua, la sintaxis, la palabra, el sonido. Autor, texto y lector compartimos un espacio caro, particular e intransferible –exclusivo, añadirán los ambiciosos; propio, los necesitados- que no forma parte del espectáculo, esa convención tan alentada por la sociedad cuando se comporta como un organismo vanidoso que necesita mirarse al espejo y a veces sacarse un pelo que lo irrita. Un libro sólo necesita luz para ser considerado, no exige además condiciones de silencio, de oscuridad como el teatro o el cine, para que uno aparente que está frente a frente con alguien, atendiéndolo.
Esa intimidad que ocasiona la literatura se vuelve pudor en el momento que el autor dirige sus palabras a una persona querida, ya sea fuera del discurso literario, mediante una dedicatoria o por medio de alguna de las voces con que le habla a una segunda persona en el texto mismo. Pudor, en efecto, por el erotismo que surge en mí, lector, cuando la voz del autor se dirige a otra persona. Le presto toda mi atención y de regreso la exijo entera por parte suya, pero de pronto esa voz está hablándole a otro que no soy yo. Comienza así una lectura celosa de mi parte, que la mayoría de las veces –en la mayoría de los libros- deriva en una claudicación por parte del autor, que no quiere perderme y se limita a hacerle guiños casi imperceptibles a esa persona que no forma parte de nuestra intimidad.
Suite Guadalupe forma parte de un caso distinto de intimidad literaria: el caso en que el autor sabe más que el lector. En esta plaquette –o pequeño poemario-, el cubano José Kozer escribe siete momentos de un día cualquiera junto a su mujer Guadalupe en la casa que ambos comparten. Los olores de dos personas, sus hábitos, los movimientos con que se tocan, se alejan, se acercan y se evitan; las temperaturas de sus cuerpos juntos, separados, en vigilia, en duermevela o en el sueño; las distancias que toman el uno respecto del otro en esa casa que han recorrido tantas veces. Todo eso por nombrar algo que no sea lo que comen, lo que beben, lo que disfrutan, lloran y lo que visten, es lo sabe la voz de Kozer en el poema. Y yo no. Sabe, por ejemplo, que la intimidad literaria en realidad sí es disimulo, sí es fingimiento. Escribir libros es un engaño, pues no se dirige a nadie en particular y pretende dirigirse a todos. Por eso el patetismo de los libros que nadie lee, la sensación de completa inutilidad que da la letra muerta. Cuando Kozer acumula imágenes de distinta procedencia -incluyendo series de alimentos, citas a textos de alta cultura, canciones populares y descripciones minuciosas de cuerpos, ropas y arquitectura- lo hace en torno a su mujer, para darle connotaciones inesperadas, concupiscentes como místicas a alguna acción que ella realiza, y que así trascienda, en la intimidad de la escritura, la relación cotidiana que ellos viven.
Se ha señalado que la escritura que hacemos hoy es tanto consecuencia de los relatos épicos y trágicos de la antigüedad como de los Libros de Horas, esos listados que monjes y aristócratas realizaban en varios momentos del día de sus pecados, sus necesidades y las oraciones que dirigían a Dios. En un momento de la historia de la humanidad se perdió para muchos esa intimidad cara que el escritor mantenía con aquel que dictaminaba los hechos de su vida, pero el hábito permaneció. En Suite Guadalupe, Kozer dirige sus palabras a su querida mujer. Y yo, lector, dirijo mi lectura a través de esas palabras hacia la intimidad de la pareja, una intimidad llamada erotismo cuando eros se traduce como amor.
(26/10/2004)
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